KIRIN . PEQUEÑA RETROSPECTIVA

Del 16 de agosto al 27 de Septiembre del 2024

 


 

Comienzos

En el reino de las sombras, el mundo es azul como una naranja. Todo cae bajo ese eclipse: la amada insuficiencia, la sequía más dulce, el nombre impronunciable. También la muerte es un camino azul.

La vida se abre paso a la furia de ese duelo sin verbos auxiliares.

 

 

Miniaturas

En la colmena de lo invisible, se puede existir de otro modo. Nada impide desnudar la conciencia, estudiar una gota de nada en la escena primitiva, abrir el libro de las sensaciones donde morir se acuna.

Así se viaja a la luz principiante. Así se cuentan las ruinas de lo ausente.

 

 

Collages

Es tanto lo que exige la plenitud del salto. La voluntad y la gracia no alcanzan. Menos aún, la herida disidente. Hay que inventar el fracaso, ser un lector desahuciado, desoír las preguntas que vuelven a la casa perpleja donde nadie responde.

 

 

Objetos

Se lee en los Himnos de Nagarjuna: “Dándose la identidad de la palabra y el objeto, la boca sería quemada por la palabra fuego”, “Todo sucede sin mí”, “Lo que aparece en el aparecer es que nada aparece”. Hace siglos que el mundo se busca en la sintaxis de una única y presunta idea. Animal que no es, déjame entrar, déjame amar la fabulosa falta.

 

 

Escrituras

Y todo para callar con elocuencia, para insistir con las preguntas a la zona muda, para aceptar el don de la orfandad.

 

 

Gris grafito

Agotadas las palabras, los signos, las figuras, se vuelve por un momento a lo más simple. La mano dibuja a lápiz aquello que no entiende, va del desierto del sonido a la idea musical del desamparo, del paisaje moral al reducto del vacío. Música mínima. Caminata inmóvil a favor de un ejercicio sin modelo.

 

 

Negro marfil

Se traza un perímetro sensible, a contramano del daño. Se sueña con un pájaro por una vez no escrito. Se cava, se excava, se desentierra. Se busca la raíz de tanto, la posteridad de la lengua. Se cae hacia lo hondo. Negro es el sol de la palabra.

 

 

Rojo Diderot

En la estación desnuda aparece de pronto el color rojo. Con esa vehemencia, llega también un pequeño cofre de emoción desabrigada.
La imaginación es una reina sin trono, de sentimientos inhumanos: añora las formas rotas del mundo.
Alguien canta a favor de una caída.
Nada se cura del todo. No se nace tan fácil.
No hay fin para las cosas de esta fiebre.

 
Textos de María Negroni
Del libro KIRIN / Pequeña Retrospectiva, 2024
 


 

La traducción del jeroglífico

Por Pablo Gianera

La mirada que un artista dirige a su obra pasada no es nunca nostálgica (en el sentido de lo que pudo hacerse de otro modo, o peor: de lo que pudo hacerse antes y ya no puede ser hecho). No. Esa revisión está orientada a la detección de causalidades inadvertidas. Suele pasar que el artista inventa la causalidad de su oeuvre sin saberlo, y la detección adopta aun para él el sobresalto del descubrimiento. El descubrimiento, en su pura novedad, excluye la nostalgia. La necesidad de una obra precedente se revela en la que le siguió; aún más: la obra que sigue crea la condición necesaria de la anterior. Al hacer pública esa mirada -la retrospectiva-, Kirin implica al observador en la determinación de qué canteras de la naturaleza explotó, o qué obra, propia o ajena, fue demolida para seguir haciendo la suya. La retrospectiva integra la obra en la historia (son dos historias, por lo menos, la propia del artista y la otra, la de su arte), pero cuando una obra es fuerte como la de Kirin no necesita las muletas de las contigüidades interpretativas y cada obra salta solitaria como si no hubiera existido ninguna obra antes ni después, como si el propio artista no hubiera hecho ninguna obra ni antes ni después.

El farol de los sueños (p. 1) es el incipit. El estudiante de geología Kirin se encuentra con el soñador Max Ernst. Esa pintura es la evidencia del encuentro, aunque como todo encuentro inicial cae ya en los malentendidos del enamoramiento entre quien quiere desasirse de la materialidad, de la tierra, y quien advierte que la única vía de trascender la materialidad -el ensueño- es la materia (a pesar de todo, la geología y el ensueño -y el sueño- pueden llevarse bastante bien, según probó Novalis). De los paisajes de Ernst queda en ese Kirin tempranísimo la obstinación de los objetos; objetos que no sabemos qué son, pero que sabemos objetos. Esa tenacidad se prolonga, aunque ya con una inflexión magrittiana, en Bajo las hojas de tus ojos y de tus lágrimas (p. 10).

El surrealismo fue primero para Kirin algo literario, en el sentido estricto de la palabra: una vanguardia que no existía más que en la letra. La causa de esta mutilación fue la Antología de la poesía surrealista preparada por Aldo Pellegrini en 1961: las únicas imágenes del libro eran los retratos de los poetas, pero no había allí ninguna pintura. Pero ahí habrá leído Kirin el poema “Max Ernst”, de Paul Eluard, con los versos “En un rincón el cielo liberado/ Entrega esferas blancas a las espinas de la tormenta”.

El sentido de estos versos cerrados, que provienen de una imagen que ignoramos, no admite ser abierto con palabras: pide otra imagen que le restituya su origen. Kirin encontró con seguridad de sonámbulo ese camino de doble mano entre imagen y palabra, el camino de su secreta causalidad.

El correlato alegórico de esta causalidad inaparente es la enciclopedia.   Del mismo modo que la observación retrospectiva de una obra, la lectura “enciclopédica” no es nunca total, sino fragmentaria. Mirar las imágenes de una enciclopedia se parece bastante a la composición de un collage; dos imágenes disímiles en un plano desemejante de ambas: la imaginación. ¿La imaginación? Eso está, literalmente, por verse.

De Kirin podría decirse lo que se dijo precisamente de Ernst, que “siempre le había gustado cultivar las visiones de la duermevela”[1]; pero duermevela, demi-sommeil no es rêverie, ensoñación. Kirin no imagina ni expolia ensoñaciones. Tampoco ignora que la duermevela es tortuosa; el que “duermevela” querría la ensoñación, pero no llega a ella, porque los objetos se la niegan (objetos no son sólo mera materia; son también la decepción, la traición, la melancolía, la alegría). Kirin sabe que quien ve no necesita imaginar; la imaginación es aquí el consuelo del que no ve nada. Es con la intercesión de esos objetos vistos que la duermevela se transfigura -trueque de objetos- en sufrida obra de arte.

La poética de Kirin es por eso una poética de la atención antes que de la imaginación. La atención entendida según la entendía Cristina Campo; la atención como espera, aceptación ferviente, valerosa de lo real. Añade Campo: “Como el genio de la botella, la atención de la imagen libera la idea y de la idea recoge la imagen […] Cumple así la justicia, el destino: esa dramática disolución y recomposición de una forma. La expresión, la poesía así nacida, no puede ser, evidentemente, sino jeroglífica, como una nueva naturaleza”.[2]

Hay en la constatación de Campo vestigios de una formulación de Novalis: “Die erste Kunst ist Hieroglyphistik”, “el arte primero es jeroglífico”. La brevedad conclusiva de la sentencia podría encubrir o disimular un doblez. “Primero” no comporta aquí una alusión cronológica (si así fuera, el verbo debería estar en pasado, como si dijéramos “el primer arte fue jeroglífico, pero ahora podemos comprenderlo”). Lo que se quiere decir es que el único arte que cuenta es jeroglífico.

El jeroglífico es, para quien no sabe leerlo (y lo propio del jeroglífico es que retenga siempre el misterio, que nadie sepa nunca leerlo) una imagen, pero no cualquier imagen; es imagen de una escritura. El jeroglífico es la cifra escritural de la compresión infinitamente parcial, por lo opaca, de los objetos del mundo. Sólo quien sabe mucho, como Kirin, está en posesión de los medios para representar ese estado perdido en el que aquello que podía comprenderse se contemplaba.

Esta escritura jeroglífica así entendida es el centro de gravedad de la poética de Kirin. Empezó a prepararse, sin saberlo el artista, mucho antes de la serie de Escrituras (pp. 65-77), fue después diseminándose, y alcanza también a la “música” del luthier Kirin, y sus instrumentos que recuerdan sonidos olvidados, o que nadie había descubierto, al renglón convertido en pentagrama, a una escritura intraducible a otra lengua y comprensible nada más que en sus propio término. La música es la más oscura de las artes (“oscura”, es decir, oculta, opaca), pero lo es porque encierra el secreto, la revelación (la ecuación de secreto y revelación se resuelve en el misterio)[3]. En la obra de Kirin se constata el cumplimiento de que la música, tiempo, se convierte en espacio, y la pintura, espacio, se convierte en tiempo. Vista y oído se vuelven intercambiables: el tiempo se ve, el espacio se oye. Lo revelado no es de este mundo, pero aunque lo fuera lo que importa no es eso. Lo que importa es que lo revelado está a la vista, y eso a la vista pide su atención.

No puede quien contempla sustraerse del sortilegio de que lo visto sigue siendo una escritura; una escritura que dice algo, algo que no podemos traducir y mucho menos leer. No podemos hacerlo porque no se refiere a nada más allá de sí mismo. Incluso el monocromatismo hace pensar en una escritura: una escritura robusta, con apariencia de runa y ese enigma jeroglífico de todo arte. La escritura puede ser objeto de la pintura, aunque más no sea por el simple hecho -no hay novedad- de que la pintura misma es una variedad de la escritura. Es la relación de amantes que mantienen la pluma y el pincel. Todas las perplejidades del arte son perplejidades del lenguaje. Kirin nos convence de nuevo de que todo arte evoca un lenguaje perdido (que no es lo mismo que una lengua muerta) y nos orienta a otro todavía no acuñado.

En la serie Diderótica (pp. 111 y ss.), el punto de partida es la enciclopedia de las enciclopedias, L’Encyclopédie iluminista, ese “diccionario razonado de las ciencias, de las artes y de los oficios, por una sociedad de hombres de letras que empezaron a publicar en 1751 Denis Diderot y Jean D’Alembert y que pretendía, según consta en su “Discurso preliminar”, “exponer el orden y la correlación de todos los conocimientos humanos”. Kirin, por su lado, entiende la ilustración en un sentido bien literal, que de todos modos trae consigo el sentido filosófico. Extrae, muchas veces de Internet, esos dibujos en tinta, los expande hasta que, a fuerza de pixelado, conquistan la abstracción. En otros casos, como en los óleos sobre papel, la ilustración queda sepultada, intervenida hasta la extinción por el color rojo, el único de la serie.

Acaso Kirin pretenda insinuar también, con el color de la sangre, el terror que habita en el fondo de la razón iluminista: el Kirin enciclopédico es puesto a raya por el Kirin romántico. Ambos se confunden -se vuelven uno- en Novalis, cuyos Fragmente fueron precisamente su Enciclopedia. También en los dos -en Novalis y en Kirin- transcurren sin pugna el rigor sistemático de la forma y el imperio de la fulguración incalculada.

El viejo dilema entre la razón y el sueño encuentra así en los trabajos de Kirin un nuevo giro. La figuración adviene a su arte desde afuera, desde las ilustraciones de la enciclopedia, que siguen ilustrando, en ausencia, aunque la definición de lo ilustrado falte. La definición de lo ilustrado falta porque no puede nunca completarse: la fulguración es el ocultamiento de lo que pide ser definido; y la propia fulguración, indefinible, es la única definición con la que contamos. Ese vaivén no difiere del jeroglífico. Nos encontramos ante el mismo y único enigma: el sentido de la imagen y la imposibilidad de traducir a lenguaje la imagen; mejor dicho, la posibilidad siempre aplazada de encerrar a la imagen en un sentido.

Kirin introduce una excepción a esta regla: una imagen desnuda de la L’Encyclopédie, una mano que sostiene una pluma y la entrada “Art d’Écrire”. En trabajos anteriores de Kirin, las palabras mismas (recortadas, pegadas, o abigarradamente manuscritas) tenían tan en duda su posibilidad de uso, y aun su derecho a la existencia, como podría tenerlo un piano sin mantenimiento. Kirin despliega de nuevo un (nuevo) arte de escribir, inventa su propio alfabeto; un alfabeto que define gráficamente algo que falta, signos que no podemos traducir a los nuestros.

¿Y cuáles son los signos nuestros? Estos que estamos viendo, los de Kirin: los que contemplamos, no entendemos, y agradecemos contemplar en lugar de entender.

 

[1] Sarane Alexandrian, l’art surréaliste, París, Fernand Hazan, 1969, p. 62.

[2] Cristina Campo, “Atención y poesía”, traducción de María Zambrano, revista Sur n° 271 (julio y agosto de 1961), pp. 40-41.

[3] Cf. W.H. Wackenroder y Ludwig Tieck, Phantasien über die Kunst, Sttugart, Reclam, 1973, p. 107.