Carlos Arnaiz / óleos y carbonillas

27 de junio al 30 de agosto de 2019
 


 


 
Siempre debe uno disculparse
por hablar de pintura*

Paul Valéry

Carlos Arnaiz trabaja con series, procede de manera ordenada, muy metódica, dibujando primero las obras en unos grandes álbumes de dibujo que el artista se hace encuadernar especialmente (ellos, de por sí, constituirían una exposición fascinante), en los que plasma la invención, con gran respeto por la escala que finalmente tendrá la obra acabada y el esquema de color que, casi siempre, será el definitivo. Estos bocetos son verdaderas partituras, sobre las que Arnaiz se apoya, como un músico de jazz que durante la interpretación va improvisando por los caminos donde lo llevan su intuición y su instrumento. Arnaiz lo sabe bien: la improvisación, en la música y en la pintura, no exime del rigor. Al trasponerlos a la tela o a los papeles (de gran calidad que suele elegir), estos bocetos van sufriendo muy leves modificaciones. Para seguir con el símil musical (Arnaiz es un melómano apasionado, con gustos musicales eclécticos y refinados, que van del minimalismo al free jazz), su pintura está influida e informada por sus predilecciones musicales. Sus obras son polifónicas –siguiendo las huellas de Kandinsky que hablaba de una “pintura sinestésica”– ricas en complejas polifonías, en modulaciones que, con apenas un vuelco de tonalidad (una de esas palabras que comparten la música y la pintura) nos abre un paisaje diferente.

Esta serie que actualmente exponemos difiere en muchos aspectos de lo que Arnaiz venía mostrando en estos últimos años. Se sabe que el mundo vegetal, botánico, dendrológico (una exposición suya, de poco tiempo atrás, se titulaba “Flora”) fue una fuente de inspiración para el pintor. Éste, sin copiar miméticamente el árbol, la flor o la planta se servía de ellos de una manera metafórica, alusiva, para constituir su singular mundo visual ornamental, barroco y voluptuoso.

Lo que propone Arnaiz en estas obras recientes, si bien no marca una ruptura radical con su producción anterior, diverge en ciertos aspectos con ella. Llama la atención un uso más moderado del color, un cromatismo sobrio, asordinado, menos exuberante. La trama dibujística es imbricada, entrelazada. Antes las formas eran más autónomas, en estas series se revelan como parte de una red interdependiente, con grandes pinceladas que las vinculan; las formas se visitan, se superponen, se comunican, crean alianzas. Hay en esta obra un parentesco, una afinidad con la de ciertos artistas del expresionismo abstracto. Son obras abiertas, luminosas, reticentes. Su mesura es contenida y anti-heroica. Se diría que disimulan más que simulan. Lejos están del impresionismo. Una emoción no es una impresión, dijo alguien (y lo opuesto es igualmente cierto).

Esta fase actual de Arnaiz es menos temperamental, más renuente. No se han perdido ni la distinción ni la vitalidad que caracterizan las obras del artista. Para vincularlas con dos músicos que a Arnaiz admira (hablo de su temperatura emocional): Bill Evans y Miles Davis.

*On doit toujours s’excuser de parler peinture. P. V., Autour de Corot