Del 23 de octubre al 29 de noviembre del 2024

 

 

La rigurosidad geométrica de las pinturas de Juan Lecuona depara una firmeza aparente: estas formas -bloques de presuntas edificaciones urbanas- son como las formas del sueño al despertar: se está seguro de sus contornos, pero la propia intensidad de lo soñado vuelve neblinoso el recorte nítido de la figura. De dos maneras logra el artista la ensoñación morfológica, que ya habíamos visto en trabajos anteriores, pero que ahora alcanza con estos la ponderación imposible de materia e ingravidez.

Lecuona puede, por un lado, repetir el color y ensayar variaciones mínimas de escala: eso solo le basta para que el drama de cada pintura cambie y sea otro. Estas repeticiones -que en realidad no repiten nada, salvo el principio constructivo- son la causa de la alteración, el trastorno de la composición. La contemplación secuenciada de una serie (la de los azules, por ejemplo) organiza otra acción dramática, pero esa acción no recusa la acción propia de cada pintura, que es un drama cerrado como una mónada. Entonces despunta aquí la segunda de sus maneras. Las mónadas no tienen según Leibniz ventanas; los cuadros de Lecuona -cada uno una mónada- tampoco: nada exterior llega a ellos. Habló Lecuona alguna vez de la “luz peculiar” que parece venir desde adentro de sus pinturas. Los paisajes de Lecuona -inciertos como lo entrevisto, obsesivos como lo que se escapa de quien quiere verlo- tienen una luz enteramente suya, una irradiación que el artista parece organizar, ocultándonos que es él mismo el responsable de lo irradiado.

A Lecuona le gusta lo que contaba Ricardo Piglia en la nota preliminar a los relatos reunidos en Nombre falso: “Cuando pienso en estos cuentos me acuerdo de una ventana que daba a un patio. Supongo que el hecho de haberlos escrito mirando cada tanto la luz de esa ventana les da para mí cierta unidad: como si las historias hubieran estado ahí, del otro lado del vidrio”. También Lecuona tiene su ventanas, en San Pablo, en Buenos Aires. El artista no pinta ventanas, no pinta tampoco lo visto a través de una ventana: hace de la pintura ventana en la que vemos y en la que tal vez nos vean. De ahí proviene esa veladura incansable de sus cuadros, la veladura de la luz.

Pablo Gianera